As principal, I like to use this space to share thoughts related to the philosophy and mission of Canongate. This month, I have asked the esteemed Mr. Dickens to do the writing for me. Next month, I will build on this excerpt from chapter two of his novel Hard Times. The title of this chapter is “Murdering the Innocents.” I will let you figure out why he gave it that title.
Thomas Gradgrind, sir. A man of realities. A man of facts and calculations. A man who proceeds upon the principle that two and two are four, and nothing over, and who is not to be talked into allowing for anything over. Thomas Gradgrind, sir—peremptorily Thomas—Thomas Gradgrind. With a rule and a pair of scales, and the multiplication table always in his pocket, sir, ready to weigh and measure any parcel of human nature, and tell you exactly what it comes to. It is a mere question of figures, a case of simple arithmetic. You might hope to get some other nonsensical belief into the head of George Gradgrind, or Augustus Gradgrind, or John Gradgrind, or Joseph Gradgrind (all supposititious, non-existent persons), but into the head of Thomas Gradgrind—no, sir!
In such terms Mr. Gradgrind always mentally introduced himself, whether to his private circle of acquaintance, or to the public in general. In such terms, no doubt, substituting the words ‘boys and girls,’ for ‘sir,’ Thomas Gradgrind now presented Thomas Gradgrind to the little pitchers before him, who were to be filled so full of facts.
Indeed, as he eagerly sparkled at them from the cellarage before mentioned, he seemed a kind of cannon loaded to the muzzle with facts, and prepared to blow them clean out of the regions of childhood at one discharge. He seemed a galvanizing apparatus, too, charged with a grim mechanical substitute for the tender young imaginations that were to be stormed away.
‘Girl number twenty,’ said Mr. Gradgrind, squarely pointing with his square forefinger, ‘I don’t know that girl. Who is that girl?’
‘Sissy Jupe, sir,’ explained number twenty, blushing, standing up, and curtseying.
‘Sissy is not a name,’ said Mr. Gradgrind. ‘Don’t call yourself Sissy. Call yourself Cecilia.’
‘It’s father as calls me Sissy, sir,’ returned the young girl in a trembling voice, and with another curtsey.
‘Then he has no business to do it,’ said Mr. Gradgrind. ‘Tell him he mustn’t. Cecilia Jupe. Let me see. What is your father?’
‘He belongs to the horse-riding, if you please, sir.’
Mr. Gradgrind frowned, and waved off the objectionable calling with his hand.
‘We don’t want to know anything about that, here. You mustn’t tell us about that, here. Your father breaks horses, don’t he?’
‘If you please, sir, when they can get any to break, they do break horses in the ring, sir.’
‘You mustn’t tell us about the ring, here. Very well, then. Describe your father as a horsebreaker. He doctors sick horses, I dare say?’
‘Oh yes, sir.’
‘Very well, then. He is a veterinary surgeon, a farrier, and horsebreaker. Give me your definition of a horse.’
(Sissy Jupe thrown into the greatest alarm by this demand.)
‘Girl number twenty unable to define a horse!’ said Mr. Gradgrind, for the general behoof of all the little pitchers. ‘Girl number twenty possessed of no facts, in reference to one of the commonest of animals! Some boy’s definition of a horse. Bitzer, yours.’
The square finger, moving here and there, lighted suddenly on Bitzer, perhaps because he chanced to sit in the same ray of sunlight which, darting in at one of the bare windows of the intensely white-washed room, irradiated Sissy. For, the boys and girls sat on the face of the inclined plane in two compact bodies, divided up the centre by a narrow interval; and Sissy, being at the corner of a row on the sunny side, came in for the beginning of a sunbeam, of which Bitzer, being at the corner of a row on the other side, a few rows in advance, caught the end. But, whereas the girl was so dark-eyed and dark-haired, that she seemed to receive a deeper and more lustrous colour from the sun, when it shone upon her, the boy was so light-eyed and light-haired that the self-same rays appeared to draw out of him what little colour he ever possessed. His cold eyes would hardly have been eyes, but for the short ends of lashes which, by bringing them into immediate contrast with something paler than themselves, expressed their form. His short-cropped hair might have been a mere continuation of the sandy freckles on his forehead and face. His skin was so unwholesomely deficient in the natural tinge, that he looked as though, if he were cut, he would bleed white.
‘Bitzer,’ said Thomas Gradgrind. ‘Your definition of a horse.’
‘Quadruped. Graminivorous. Forty teeth, namely twenty-four grinders, four eye-teeth, and twelve incisive. Sheds coat in the spring; in marshy countries, sheds hoofs, too. Hoofs hard, but requiring to be shod with iron. Age known by marks in mouth.’ Thus (and much more) Bitzer.
‘Now girl number twenty,’ said Mr. Gradgrind. ‘You know what a horse is.’
Thank you, Mr. Dickens.
Now I ask you, who actually knows horses better, Sissy Jupe and her father, or Bitzer and Thomas Gradgrind?
Charles Dickens y la ciencia moderna
Como director, me gusta usar este espacio para compartir pensamientos relacionados a la filosofía y a la misión de Canongate. Este mes, he pedido al estimado señor Dickens que haga el trabajo de escribir por mí. El próximo mes, desarrollaré algunas ideas sobre este pasaje del capítulo dos de su novela Tiempos difíciles. El título de este capítulo es “Asesinando a los inocentes”. Te dejaré descifrar por qué le ha dado ese título:
TOMÁS GRADGRIND, sí, señor. Un hombre de realidades. Un hombre de datos y cálculos. Un hombre que actúa desde el principio de que dos y dos son cuatro, y nada más que cuatro, y al que no se le puede hablar de que consienta que alguna vez sean algo más. Tomás Gradgrind, sí, señor; un Tomás de arriba abajo este Tomás Gradgrind. Con la regla, la balanza y la tabla de multiplicar siempre en el bolsillo, señor, listo para pesar y medir en todo momento cualquier partícula de la naturaleza humana, para deciros con exactitud a cuánto equivale. Es una mera cuestión de números, un caso de pura aritmética. Podríais quizá abrigar la esperanza de introducir una idea fantástica cualquiera en la cabeza de Jorge Gradgrind, de Augusto Gradgrind, de Juan Gradgrind o de José Gradgrind (personas imaginarias e irreales todas ellas); pero en la cabeza de Tomás Gradgrind, ¡no, señor!
El señor Gradgrind se representaba a sí mismo mentalmente en estos términos, ya fuese en el círculo privado de sus relaciones o ante el público en general. En estos términos, indefectiblemente, sustituyendo las palabras “niños y niñas” por la de “señor”, Tomás Gradgrind presentó a Tomás Gradgrind a todos aquellos jarritos que iban a ser llenados hasta más no poder con hechos y datos.
La verdad es que, al mirarlos con seriedad centelleante desde las ventanas del sótano a que más arriba nos hemos referido, daban al señor Gradgrind la impresión de una especie de cañón atiborrado hasta la boca de hechos y datos y dispuesto a barrer de una descarga a todos los pequeños jarritos lejos de las regiones de la infancia. Daba la impresión también de un aparato galvanizador, cargado con un horrendo sustituto mecánico, del que había que proveer a las tiernas imaginaciones juveniles que iban a ser aniquiladas.
—¡Niña número veinte! —voceó el señor Gradgrind, apuntando rígidamente con su rígido índice—. No conozco a esta niña. ¿Quién es esta niña?
—Ceci Jupe, señor —contestó la niña número veinte, poniéndose colorada, levantándose del asiento y haciendo una reverencia.
—Ceci no es ningún nombre —exclamó el señor Gradgrind—. No digas a nadie que te llamas Ceci. Di que te llamas Cecilia.
—Es papá quien me llama Ceci, señor —contestó la muchacha con voz temblona, repitiendo su reverencia.
—No tiene por qué llamarte así —dijo el señor Gradgrind—. Díselo que no debe llamarte así. Veamos, Cecilia Jupe: ¿qué es tu padre?
—Se dedica a montar caballos, señor; a eso es a lo que se dedica.
El señor Gradgrind frunció el ceño e hizo ademán con la mano de rechazar aquella censurable profesión.
—No queremos saber aquí nada de eso; no nos hables aquí de semejante cosa. Supongo que lo que tu padre hace es domar caballos, ¿no es eso?
—Eso es, señor; cuando tienen caballos que domar, los doman en la pista, señor.
—No debes hablarnos aquí de la pista. Bien; veamos, pues. Di que tu padre es domador de caballos. Supongo que también los curará cuando están enfermos, ¿no es así?
—¡Oh sí, señor!
—Muy bien. Entonces tu padre es cirujano veterinario, herrador y domador de caballos. Dame la definición de lo que es un caballo.
(Ceci Jupe se queda asustadísima ante semejante petición.)
—La niña número veinte no es capaz de dar la definición de lo que es un caballo —exclama el señor Gradgrind para que se enteren todos los pequeños jarritos—. ¡La niña número veinte está en ayunas de hechos y datos con referencia a uno de los animales más comunes de todos! Veamos la definición de un chico de lo que es un caballo. Tú mismo, Bitzer.
El índice rígido, moviéndose de un lado al otro, cayó súbitamente sobre Bitzer, quizá porque estaba sentado dentro del mismo haz de sol que, penetrando por una de las ventanas de cristales desnudos de aquella sala fuertemente enjalbegada, iluminaba a Ceci. Los niños y las muchachas estaban sentados en plano inclinado y divididos en dos masas compactas por un estrecho pasillo que corría por el centro. Ceci, que ocupaba un extremo de la fila en el lado donde daba el sol, recibía el principio del haz luminoso, del que Bitzer, situado en la extremidad de una fila de la otra división y algunos escalones más abajo, recibía el final.
Pero mientras que la niña tenía los ojos y los cabellos tan negros que resultaban, al reflejar los rayos del sol, de una tonalidad más intensa y de un brillo mayor, el muchacho tenía los ojos y los cabellos tan descoloridos que aquellos mismos rayos de sol parecían despojar a los unos y a los otros del poquísimo color que tenían. Sus ojos no habrían parecido tales ojos a no ser por las cortas pestañas que los dibujaban, formando contraste con las dos manchas de color menos fuerte. Sus cabellos, muy cortos, podrían tomarse como simple prolongación de las amarillentas pecas de su frente y de su rostro. Tenía la piel tan lastimosamente desprovista de su color natural, que daba la impresión de que, si se le diese un corte, sangraría blanco.
—Bitzer —preguntó Tomás Gradgrind—, veamos tu definición del caballo.
—Cuadrúpedo, herbívoro, cuarenta dientes; a saber: veinticuatro molares, cuatro colmillos, doce incisivos. Muda el pelo durante la primavera; en las regiones pantanosas, muda también los cascos. Tiene los cascos duros, pero es preciso calzarlos con herraduras. Se conoce su edad por ciertas señales en la boca.
Esto (y mucho más) dijo Bitzer.
—Niña número veinte —voceó el señor Gradgrind—, ya sabes ahora lo que es un caballo.
Gracias, señor Dickens.
Ahora te pregunto, ¿quién conoce a los caballos mejor, Ceci Jupe y su padre, o Bitzer y Tomás Gradgrind?